En nuestra sociedad, la alimentación es un terreno plagado de modas pasajeras y falsas creencias. El desconocimiento y diversas estrategias de marketing fomentan la aparición y difusión de ideas erróneas entre las personas. Un ejemplo de ello, es el concepto de «superalimentos» que se emplea para promocionar ciertos alimentos, otorgándoles unas propiedades saludables exageradas o irreales. En ocasiones, sin embargo, se demonizan a ciertos nutrientes, como la lactosa y el gluten, que se asocian, erróneamente, con efectos negativos para la salud en la población general sana, que no sufre ningún tipo de problema frente a estas, como pudieran ser la intolerancia a la lactosa, la celiaquía, la alergia al trigo o la sensibilidad al gluten no celíaca (SGNC).

Lo anterior lleva a algunas personas a rechazar alimentos con gluten o lactosa y a sustituirlos por productos alternativos sin estas moléculas, que son más caros, a pesar de que no tienen ninguna dolencia que les impida tomarlos. Entre las justificaciones que se dan para ello destacan conceptos erróneos como que la leche sin lactosa es más ligera y digestiva (es decir, que provoca menos síntomas gastrointestinales) o que los alimentos sin gluten son más saludables y naturales y ayudan a adelgazar. En realidad, ocurre justo lo contrario: los productos que no contienen gluten suelen tener una composición nutricional más pobre: con un porcentaje más elevado de sal, azúcar y grasas saturadas y más bajo en minerales, vitaminas y fibra. Por otro lado, la ausencia de lactosa en la leche lleva a una menor absorción de minerales como el calcio, el fósforo o el magnesio tras su ingesta, en comparación con la leche con este azúcar.

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